Alguien, no hace mucho tiempo, se dejó caer esta frase en un escrito. He intentado encontrarlo para releerlo, pero no me ha sido posible, lo siento. Servidor que ya, durante el último año sólo ha escrito la sinopsis de algunos recuerdos de años pasados, no pensaba escribir más, pero el vicio mata y aquí estoy de nuevo, aunque no sé hasta cuándo, porque cada día que pasa tengo más agudizada eso que por estos lares llamamos “perrera”. Mas, con la que tenemos encima, o, dicho de otro modo, la que se nos viene encima si -como tantos apuntan- ganan las derechas (PP y VOX, iba a decir “los farrucos” para abreviar, pero, por temor a ser mal interpretado, aunque el vocablo “farruco” significa, según la RAE, insolente y altanero, valiente y desafiante -y en su segunda acepción: “dicho de un emigrante gallego o asturiano”- que no son en nada adjetivos despectivos si exceptuamos quizás un poco “insolente”) las próximas Elecciones Generales, he decidido escribir algo para que eso de la memoria no nos convierta a todos en dementes, olvidadizos, y poder demostrar si para algo ha servido pasar de la Dictadura a la Monarquía Parlamentaria y, por descontado, si los que vienen -si es que llegan, que eso no está todavía nada claro- quieren retrotraernos a tiempos pasados con aquello de que: “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Y no es cierto, aunque los tiempos que vivimos son pura y claramente un tanto desastrosos para como debieran ser, no cabe duda de que lo mejor es olvidar el pasado reciente porque en este país el pasado fue algo terrible y, sin perder la memoria, hay que pensar en el presente y como lo vamos a alimentar para que, de una puñetera vez, lleguemos a esas confluencias con los países de nuestro entorno en todo lo que a “libertades” y progreso atañe. Alguien ha dicho que si España aprovechara todo su potencial económico (haciendo contribuyentes a los que, todos conocemos, no lo son o sólo contribuyen con una miseria) este país sería uno de los tres más ricos de Europa. Pero aquí, la falacia institucionalizada está presente en todo y en todos… por desgracia.
Cuando no teníamos nada no eran tiempos felices,
¿cómo se va ser feliz sin poseer nada de nada de nada? Es puro axioma que “la
felicidad” se alcanza -completa es imposible en este planeta, lo diga quien lo
diga- cuando menos problemas se tienen y cuando se posee lo suficiente para
poder dormir sin pesadillas y ver como amanece un día en el que nada importante
nos va a preocupar. Algo de lo que, por desgracia, poca gente puede presumir
hoy día, pero eso de que éramos más felices cuando no teníamos nada, es un embuste
de patrioteros de pulserita y para “demostrarlo” voy a contar algo de otros
tiempos que, por nada del mundo, quiero que vuelvan y “ellos” sí.
En los pueblos de España no había canalización del
agua, que había que traer a casa en los famosos cántaros de los pintores de la
época, no sólo para beber sino también para lavarse en las famosas palanganas,
“el lavado del gato” decía mi madre, imagínense. Tampoco había luz eléctrica,
los candiles alumbraban la cena (de los que se podían permitir ese lujo,
consistente en un gazpacho sin aceite apenas y aguado y un trozo de morcilla de
patata) y a dormir al anochecer para estar listo a la salida del sol. Muchísima
gente dormía en eso que se llamaba en Extremadura “un chozo”, por supuesto,
compartido familiarmente para colmo. La alimentación era no sólo escasa sino
sin los mínimos nutrientes necesarios para afrontar un día de sol a sol de
trabajo duro, y la obesidad, obviamente, no existía. Sólo los grandes
latifundistas que Franco engordó podían permitirse el lujo de comer jamón,
huevos y leche, los demás se tenían que conformar con el ya dicho gazpacho y, en
casos, no muchos, los garbanzos tanto a medio día como en la cena, y, por
supuesto, nada más que no fuera una sandía “robada”. Bueno sí, un poco de café
que todos llamábamos “achicoria”. La leche de cabra -el que tenía alguna- era
un alimento muy común, pero no todos podían comprar un litro, era un tanto
lujoso. Y veinte-tres mil penurias que todos los que tienen mi edad han conocido y no pueden aceptar
eso de que “éramos más felices cuando no teníamos nada”. En las calles de todos
los pueblos (al menos de Extremadura, muy castigada por la gente de Franco
porque en esta tierra se le plantó cara durante el levantamiento, cosa propia,
por otra parte, del valor que corre por nuestras venas, y corrió la sangre como
en ninguno más) sólo había barro y piedras que nos servían a los niños de
entonces para los famosos “apedreos” entre las calles. La gente humilde no tuvo
otra opción que emigrar (inmigrar, preferentemente) y los pueblos se vaciaron
en un plis-plas. Y, claro, perdieron esa única felicidad de poder convivir con
sus padres y abuelos a los que volvieron a ver ya pasados muchos años.
La miseria
era asoladora después de la guerra-civil y hasta el año 1948, nacimiento de un
servidor, no se empezó a medio “vivir” en este país. Pero, eso sí, todos los
pueblos tenían Cura y Médico y, por descontado, Maestros de Escuela (y Maestras,
porque los niños y las niñas no compartíamos aula, el Régimen lo prohibía
taxativamente) que al inicio y al final de las clases nos obligaban a cantar
“cara al sol” y “prietas las filas”. El Médico, el Cura y el Alcalde eran los
amos del pueblo, y los pobres Maestros de Escuela (así se les llamaba) las
pasaban “canutas” hasta el punto de que se decía que “pasas más hambre que un
Maestro de Escuela”. Por cierto, mi abuelo Antonio Triviño Caballero, Maestro
de Escuela y padre de siete hijos, un hombre sabio que enseñó a leer y escribir
a mucha gente fuera de la Escuela, decía: “Mucha gente, porque saben leer y
escribir se piensan que no son analfabetos”, y lo decía, sobre todo, en
referencia a muchos latifundistas presumidos de entonces. Fue “depurado” por el
Régimen (las antiguallas del VOX actual) y mandado a La Torre de Miguel Sesmero
porque no aguantaban su enorme cultura y sabiduría… y porque era un hombre
honesto y trabajador, pero de izquierdas que en la República escribía en prensa.
Los caciques de entonces -como lo serán los que ahora se han “adueñado” con
malas artes políticas de muchos pueblos gracias a una ley electoral funesta con
la que el que gana no gana- no lo podían ver, como no podían ver a nadie que no
fuera, como ellos, un necio vividor al servicio del Régimen.
La infancia
de un servidor, como no podía ser de otra forma, transcurrió conviviendo con
los demás niños (de treinta y tantos que íbamos a la Escuela, casi la mitad lo
hacían ¡descalzos! Sí, he dicho ¡descalzos!, como los indios de las selvas) y
la calefacción consistía en una lata grande de tomates con unas ascuas de la
lumbre de casa, y ¡cuán afortunado éramos yo y mis primos! que podíamos jugar
con alguna pelota de goma y con un camión pequeño de madera que mi abuelo
Antoliano nos regalaba siempre por los reyes. La vida, en general, era dura,
muy dura, y no se puede admitir esa frase de que “cuán felices éramos cuando no
teníamos nada”. Después vinieron los gringos y, ciertamente, todo cambió un
poco y España se puso de moda en el mundo por sus playas y por su gastronomía a
precio de saldo, pero la gente sólo podía salir adelante gracias a las famosas
-que hoy todavía perduran- horas extraordinarias. Aunque eso sí también llegó
la música de los años 60/70 y, cuando menos los jóvenes de entonces, pudimos
disfrutar in situ de esos grupos españoles incomparables de todos conocidos,
ingleses (no me puedo saltar sin nombrar a The Beatles y a The Rolling Stone) y
americanos, amén de un sinfín de solistas de todos los países del mundo
mundial, incluida España y sus incomparables Julio Iglesias, Raphael, Camilo
Sesto, Nino Bravo y tantos otros que no sólo llenarían un amplio artículo sino
unos cuantos libros o más. Quizás, la mejor música de todos los tiempos sin
duda alguna, aligeró un poco ese dicho de la felicidad sin nada de nada, al
menos, para los jóvenes de esa época y más para los que, como un servidor, la
vivió en Madrid.
Pero, sin
olvidar que, en los pueblos de todo el país, la vida seguía siendo ruda y
triste para la mayoría y sólo los latifundistas (unas cuantas familias en cada
pueblo) vivían en la opulencia, y los que consiguieron salir adelante fue a
base de grandes carencias y muchísimo trabajo a todas horas. No quiero
explayarme con las penalidades, mas no, en absoluto es cierto eso de: “qué tiempos
aquellos tan felices cuando no teníamos nada”. No puede ser que, como dijo,
Johann W. Goethe: “Todos vivamos del pasado y nos vayamos a pique con él”.
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