MOISÉS NAÍM 08/12/2024
Estar en el poder —o cerca del mismo— siempre fue una
ventaja para los candidatos en busca de votos. Ya no. Este 2024 fue el primer
año en el cual el partido en el poder vio caer su porcentaje de votos en todas
y cada una de las elecciones que se llevaron a cabo en los países desarrollados
del mundo. Algo inaudito.
No se trata sencillamente del cambio pendular entre
derechas e izquierdas que siempre ha marcado a las sociedades democráticas. Se
trata de un cambio más profundo, en el cual cada vez más electores apoyan a
partidos muy alejados de los consensos fundamentales que sustentan la
estabilidad democrática. Se decantan por extremismos marcados no tanto por su
tendencia ideológica sino por su rechazo visceral contra todos quienes hayan
manejado —o manejan— el poder.
Se trata de la antipolítica: el desprecio generalizado
no por este partido o aquel líder, sino por el sistema político como tal. Bajo
la bandera de aquella pinta porteña —¡que se vayan todos! —, la antipolítica se
convierte en un nihilismo politizado, una desconfianza férrea contra el poder
que imposibilita la convivencia democrática.
Es un fenómeno global parecido a una pandemia
política. En Europa, la extrema derecha ha pasado de ser un fenómeno marginal a
ser una de las principales fuerzas políticas en Austria, Francia, Hungría,
Italia, los Países Bajos, Polonia y Suecia. Figuras antisistema se han hecho
con el poder en Argentina, Colombia, El Salvador y México.
El etnonacionalismo ha tomado el poder y socavado las
instituciones democráticas en Israel, la India y Turquía. Hasta Canadá se
apresta a elegir a un populista de derecha como primer ministro.
El analista norteamericano Martín Gurri describió
claramente lo que venía en La rebelión del público, su libro de 2014.
Gurri advertía que internet desestabilizaría las democracias de Occidente al
visibilizar y energizar los descontentos que siempre habían existido en la
sociedad. El resultado, advertía, sería una profunda crisis de autoridad
producto de una esfera pública en la que todo el mundo está furioso con el
Gobierno todo el tiempo, y mientras más extremo sea el discurso del outsider,
más cala en el electorado.
Es así cómo debemos interpretar el triunfo político de
Donald Trump. Lo que está pasando en Estados Unidos ocurre dentro de un
contexto global en el que el más estridente siempre lleva la ventaja.
Martín Gurri argumenta que no es que la gente se haya
enfadado repentinamente contra sus gobernantes, sino que las nuevas tecnologías
digitales potencian la frustración que siempre ha existido y exacerban el
conflicto. Además, en muchos casos, ya no hay vías de retorno al arreglo
informativo de antaño. Antes, los pueblos solían aceptar pasivamente lo que las
élites en control del Estado, del aparato informativo y de las fuerzas armadas
decidían transmitirles. Ese mundo se fue y no volverá.
Lo que no ha desaparecido son las crecientes
expectativas de los votantes. En todas partes estas están aumentando a una
velocidad superior a la que crece la capacidad del Estado para satisfacerlas.
Así, los gobiernos se ven obligados a operar en
sistemas políticos en los cuales cada vez hay más grupos y hasta líderes
individuales que han adquirido la capacidad de bloquear las iniciativas de sus
rivales. Estas vetocracias —como las llamó Francis Fukuyama— tienden a
ser paralizantes, ya que actores políticos con poder de veto pueden bloquear
las iniciativas de sus rivales a pesar de no contar con el poder necesario para
imponer su propia agenda.
El resultado es el juego político estancado y un gran
descontento de la población que se expresa a través del apoyo electoral a los
candidatos que más agresivamente despotrican en contra del statu quo. En
un mundo en el cual todo el que esté descontento tiene un megáfono, los
electorados van dando tumbos ciegamente de extremo a extremo impulsados
únicamente por el imperativo de adversar a quien gobierna.
Frente a estos desafíos, la respuesta no es abandonar
la democracia, sino actualizarla. Las instituciones deben evolucionar para ser
más transparentes, competentes y participativas, rompiendo las distancias entre
gobernantes y gobernados. Iniciativas como los presupuestos participativos, los
referéndums locales y las asambleas ciudadanas pueden acercar la toma de
decisiones a la gente, reduciendo la brecha de desconfianza ante estos grupos.
Al mismo tiempo, hay que fortalecer los mecanismos de control y equilibrio para
garantizar que incluso los líderes más populistas respeten los principios
democráticos. El descontento no se va a acabar, ni se va a callar, pero sí se
puede canalizar para generar una manera más efectiva de gobernar. No va a ser
fácil, pero hay que intentarlo.
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