Pedro Sánchez denuncia que un sector de la judicatura conservadora juega con las "cartas marcadas", pero no ha querido o sabido acometer reformas profundas en nuestra Administración de Justicia
José Antequera 13/12/2024
Pedro Sánchez ha provocado un terremoto político
al denunciar que algunos jueces juegan “con las cartas marcadas”. En realidad,
no descubre nada nuevo el premier socialista.
No hay más que echar un vistazo al currículum de sus señorías para entender que
demasiados magistrados han tenido íntima relación (e incluso carguetes bien
renumerados) con diferentes gobiernos nacionales y autonómicos del PP. Los favores, canonjías, prebendas, promesas,
mamandurrias y chanchullos de todo tipo han estado a la orden del día, hasta
carcomer los pilares de nuestra estuprada Administración de Justicia. Hoy por
hoy, hay que ser muy inocente para no querer ver que el jurista de reconocido
prestigio no solo llega a la cúpula del Poder Judicial gracias a los méritos contraídos
en concurso oposición, sino también porque es un peón de confianza del partido
y hará lo que sea para devolver el favor y quedar bien con su amo y señor.
En los últimos años, la Justicia se ha mezclado demasiado con la política,
hasta el punto de que son muy pocos los que creen en esa utopía de la
imparcialidad y la independencia. La desafección del ciudadano hacia sus
políticos es directamente proporcional al grado de descreimiento que sienten
hacia sus jueces y magistrados. Todos van ya en el mismo saco, todos han
perdido la credibilidad. Un drama, pero es lo que hay.
Ahora que al presidente del Gobierno lo atornilla la caverna judicial con
cazas de brujas contra su familia (mujer, hermano y padre), cae en la cuenta,
como sorprendido, como cayéndose del guindo, de que la Justicia española ha
pasado de ser un cachondeo injusto (condenas testimoniales a ladrones de guante
blanco mientras le meten la perpetua al robagallinas de turno), a dar un paso
más en el lento y alarmante proceso de degradación hacia una Justicia
controlada por los sectores más conservadores y ultramontanos de este país.
¿Dónde ha estado metido el presidente del Gobierno todos estos años? ¿Por qué
no ha hecho nada para acometer las reformas urgentes y necesarias? ¿Acaso no
eran él y sus ministros del ramo los encargados de acabar con esa gangrena, la
de la venenosa politización de la Justicia, que amenaza con terminar con la
democracia en España? No vimos a Sánchez tan concienciado con las “cartas
marcadas” cuando los jueces trataban de disolver Podemos a golpe de bulos y noticias fake (véase el caso Neurona, que
finalmente quedó en nada); no lo vimos defender a Irene Montero con tanta valentía cuando esta se
quejaba de los “fachas con toga” autores de sentencias infames como la de la
manada; y no lo vimos quejarse tanto cuando PP y PSOE se repartían
descaradamente los vocales del CCPJ,
del Supremo y del Constitucional. Los
líderes socialistas, desde 1977 hasta hoy, siempre han invocado el manido
discurso institucional, o sea el “yo confío en la Justicia” que solo ha servido
para tapar las vergüenzas mientras el muerto se descomponía cada día un poco
más.
“Cartas marcadas” las ha habido siempre, en buena medida porque el partido
socialista lleva medio siglo jugando a ese póker amañado, sucio, tramposo, que
impuso el atado y bien atado, dogma sagrado del bipartidismo de la Restauración
posfranquista. Como tampoco vimos lamentarse al presidente cuando raperos y
artistas eran sometidos a juicios inquisitoriales por echar unos ripios
anarcoides o antisistema contra Dios, contra el rey
y contra la patria. O cuando a Willy Toledo lo
querían enchironar por blasfemar contra la Virgen. O cuando han
querido poner a la sombra al Gran Wyoming y
a su monaguillo Mateo por hacer parodias sobre
la Iglesia Aznariana. O cuando intentaron meter en la
cárcel a los habitantes de media Cataluña, como
peligrosos criminales, por convocar un referéndum de autodeterminación que en
realidad nunca fue más que una performance o pantomima para dejar en ridículo a
los patrioteros jueces españoles (estos cayeron como pardillos en la trampa y
en Europa aún se están riendo de ellos).
Ahora que le toca al presidente sufrir los rigores del lawfare, del tongo judicial, de las malditas “cartas
marcadas”, el presidente se cae del caballo y comprueba que todo era una farsa
para perpetuar un franquismo sociológico más vivo que nunca. Ahora que le duelen
los juicios sumarísimos en sus propias carnes, empieza a entender que quizá
el PSOE ha sido demasiado tolerante, demasiado
cómplice del cambalache con las élites judiciales, con la Toga Nostra, como
dijo aquel, y que no era ese el papel que le correspondía jugar al, en teoría,
único partido auténticamente democrático que hace avanzar a este país frente a
los poderes reaccionarios (a Ayuso le
molesta que los españoles celebren el 50 aniversario de la muerte del dictador,
con eso está dicho todo).
Hay muchas cosas que reformar si queremos disfrutar de una Justicia fuerte
e independiente como la que funciona de Pirineos para
arriba. Entre ellas mejorar el sistema de acceso a la carrera para que no solo
promocionen los hijos de las familias y estirpes ilustres; acabar con las
puertas giratorias entre juzgados y partidos (y por ende con las asociaciones,
gran cáncer del gremio); limpiar el CGPJ para evitar el control político de la
Justicia; dotar de más poder a la Fiscalía en la instrucción de los sumarios; y
prohibir que organizaciones y grupos ultraderechistas se cuelen por la rendija
para personarse como acusaciones populares y hacer proselitismo fascista en los
tribunales. Pero, por encima de todo, habría que tomar medidas para que un
facha no pudiera llegar a juez (se puede ser de derechas o de izquierdas, la
ideología de una persona es sagrada, pero siempre un demócrata aseado y
presentable). Alguien que se salta la Constitución a
la torera y se pasa los derechos humanos por el forro de los caprichos jamás
podrá impartir una verdadera Justicia. Es metafísicamente imposible; está intelectual
y profesionalmente incapacitado. ¿Que cómo se hace eso? Introduciendo una
materia de cultura democrática en las oposiciones a judicaturas, sometiendo a
duras pruebas psicotécnicas al futuro juez, implantando el test de Rorschach, si es necesario, para detectar nazis
psicópatas dispuestos a ponerse la toga y dar el golpe blando desde dentro. Qué
sabe uno. No nos compete a nosotros resucitar a este muerto. Que le dé una
vuelta el señor presidente, que para eso le pagan
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