MOISÉS NAÍM 27/10/2024
Los ministros de finanzas y presidentes de bancos
centrales de más de 191 países se han reunido en Washington estos días. Esta
reunión la organizan anualmente el Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial. Como siempre, mucho más interesantes que los discursos públicos fueron
las conversaciones en los pasillos.
Este año, un fantasma recorrió esos pasillos: el
fantasma de la desglobalización. La ola global de populismo, las fricciones
comerciales, las restricciones a la inversión extranjera y la hostilidad hacia
la inmigración han venido ganando terreno. El proteccionismo está en auge.
Esto hay que lamentarlo, porque a pesar de las
frecuentes denuncias contra el comercio internacional, la experiencia con el
proteccionismo es mucho peor: es el empobrecimiento de todos, sobre todo de los
más vulnerables.
Esto no quiere decir que la globalización carezca de
defectos. Entre sus principales fallas están el haber contribuido a la
desigualdad en la distribución de la riqueza y los ingresos y el no haber
ofrecido, hasta ahora, respuestas a gran escala para contener la emergencia
climática. Esto, sin embargo, no debe impulsar a los gobiernos a adoptar
posturas proteccionistas y aislacionistas. Más bien hay que trabajar para
corregir estos problemas sin perder los beneficios generados por el comercio
entre naciones.
Las barreras comerciales, manifestación principal de
la desglobalización económica en marcha, se presentan en forma de aranceles y
regulaciones que entraban el comercio. En Estados Unidos, muchos de los
aranceles impuestos por Donald Trump durante su presidencia fueron
sigilosamente mantenidos por Joe Biden, prueba clara de que, en este ambiente
político, nadie se atreve a enarbolar la bandera de la liberalización
comercial. En estos tiempos, calificar a alguien de “globalista” es un insulto.
La desglobalización no solo afecta a la movilidad de bienes
y capitales, sino también al de las personas. El cierre de fronteras y las
políticas antinmigratorias reflejan otro aspecto de este retroceso. En Estados
Unidos y en Europa se ha instalado un clima político en el que se demoniza la
inmigración y se asocian los flujos migratorios con amenazas a la seguridad, y
a la estabilidad económica. Esto se traduce en un trato más restrictivo hacia
los migrantes, quienes a menudo son utilizados como chivos expiatorios de
problemas económicos y sociales que nada tienen que ver con ellos. No se trata
de tolerar fronteras sin control, aceptar continuas crisis migratorias o
esperar que muros, cercas y agentes armados contengan las mareas de
inmigrantes. Se trata de tener políticas migratorias realistas y más influidas por
el análisis racional que por el oportunismo político.
Así, el intento de cerrar fronteras se convierte en un
símbolo más de la desglobalización, y quienes más sufren son los más
vulnerables, que huyen de crisis humanas y colapsos económicos solo para enfrentarse
a nuevos obstáculos.
Por ejemplo, el Brexit, un desaforado acto de
autolesión económica para Reino Unido, introdujo nuevos controles que
impusieron barreras significativas a los exportadores británicos y europeos por
igual. Los retrasos en aduanas y los costes adicionales afectan a empresas que
alguna vez se beneficiaron del acceso fluido a un atractivo mercado común. En
la misma línea, la creciente retórica nacionalista en Europa dificulta cada vez
más las inversiones extranjeras, y los fracasos de las políticas migratorias
nutren los resultados electorales de los partidos de la ultraderecha radical.
El proceso de desglobalización es gradual, e
inicialmente no es fácil detectar cómo se va perdiendo el dinamismo económico y
social. A medida que las barreras al comercio, la inversión y la movilidad de
personas aumentan, las cadenas de suministro globales se fragmentan, los
precios suben y las economías de los países en desarrollo se vuelven más
vulnerables. Los trabajadores y las pequeñas empresas, que dependen de un flujo
constante de bienes y capital, se ven atrapados en el fuego cruzado,
enfrentando la incertidumbre de un sistema económico que se vuelve cada vez más
cerrado y excluyente.
Quienes alguna vez prosperaron gracias al comercio
internacional afrontarán el estancamiento, el desempleo y la falta de
oportunidades. Los aumentos de costos que aparecen cuando se imposibilita el
comercio y se restringe la movilidad humana irán socavando la prosperidad de
familias trabajadoras que, muchas veces sin saberlo, dependen de la integración
global para su bienestar.
Aún estamos a tiempo de cambiar de rumbo. Revertir
estas tendencias y restaurar un enfoque de cooperación internacional, que
incluya tanto el comercio como la inversión y la movilidad humana, podría
evitar un empobrecimiento generalizado y devolver al mundo a un camino de
prosperidad compartida. El reto es reconocer el error que estamos cometiendo
antes de que sea demasiado tarde.
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