Desastres climáticos y ecológicos, convulsiones políticas en todo el mundo y la amenaza de guerra nuclear cierran el 2024
José Antequera 20/12/2024
Un bombero
se abraza a una afectada por la riada de Valencia.
Escribo la última crónica del año mientras suenan los villancicos en la
calle y la gente entra y sale de las tiendas con sus bolsas de regalos. No hace
frío, al contrario, el cambio climático nos ha traído una extraña Navidad caribeña y algo bochornosa en la que sobra
el abrigo y se agradece la manga corta. Me pregunto qué será de mis paisanos
valencianos del otro lado del “puente de la solidaridad”, los afectados por la
riada que este año se sentarán a la mesa de Nochebuena entre
paredes embarradas, montañas de coches, chatarra y escombros, el insoportable
hedor a fango que flota por doquier y la amargura de haberlo perdido todo.
Un trozo de tela hecha jirones con una inquietante inscripción que cuelga
sobre una pasarela, a la salida de la hermosa y feliz Valencia –intacta pese a la magnitud de la
tragedia en tantos pueblos circundantes–, lo dice todo: “A cinco kilómetros de
aquí, todo es marrón”. Otra pintada en la fachada de un edificio oficial reza:
“Menos maratones solidarios y más sacar barro”. Y algo más allá la pancarta con
el ya habitual “Mazón dimisión”.
La cosa no está para ñoñerías sentimentaloides, para luces de colores,
cajas de bombones, lazos rojos o efímeras cabalgatas de Reyes. El gran abeto de la Navidad yace roto, retorcido
en medio del maldito barranco del Poyo –entre
muebles destrozados, lavadoras despanzurradas y las esperanzas perdidas de
tantas familias–, y ni los bravos soldados de la UME van a poder sacarlo de allí para hacer que
retoñe. Este año muchos valencianos cambiarán la zambomba por la pala, la
botella de cava por la cantimplora, el gorro de Papá Noel por
la mascarilla y el perfume caro por el sudor de todo un largo día sacando lodo
a espuertas de un garaje subterráneo. Cuentan que los décimos se han agotado en
el área devastada (será por aquello de que allí donde hay un desastre natural
siempre cae el gordo de la lotería nacional) mientras que en Paiporta tienen un belén montado que tardará año y
medio en solucionarse, según la NASA.
Hay mucho que hacer en la zona cero, en el epicentro del olvido, en ese
infierno de polvo y barro que no ha hecho más que comenzar, aunque la prensa,
pasado el morbo del momento, ya se haya olvidado de los afectados y vuelva al
raca raca del máster de Begoña Gómez, a las
confesiones del cantamañanas Aldama, a los
presuntos fraudes del novio de Ayuso y al pisito
de Ábalos y Jésica. Nadie sabe
cuánto tardará en reventar la presa social, la rebelión de los pacientes
indignados del barro. Nadie sabe cuánto tardará en salir del huevo esa
serpiente fascista que retoza voraz en la cenagosa y arruinada Albufera. Pero es evidente que, más tarde o más
temprano, llegará otra barrancada, otra pantanada, la de la rabia del pueblo
con la que Blasco Ibáñez hubiese escrito
el novelón de este siglo XXI de barbarie, convulsión, estupidez y bulo que
promete ser aún más sangriento que el anterior. Cañas y barro (unos de cañas y
otros en el barro), el muerto al hoyo y el vivo al bollo, unos sin luz y otros
al frío banquete de esa sociedad desalmada que hemos construido entre todos: en
eso se resume esta página negra, la más infame de la historia reciente de
España.
Este año cuesta trabajo decir “Feliz Navidad” mientras unas manzanas más
abajo, al otro lado del cauce del Turia (muro salvador contra la riada), miles
de personas las pasan canutas. Las prometidas ayudas no llegan, la kafkiana
burocracia hace de las suyas y la prensa local cuenta que la situación de
tantos pueblos de la comarca arrasada empieza a ser insostenible. Algo nos dice
que el agua, el tsunami sobre L’Horta Sud, se ha
llevado mucho más que la vida de 227 personas, decenas de casas, miles de
coches, naranjales, vías del tren y carreteras. Entre el lodo está germinando
una mala hierba, la de la tristeza y la rabia popular contra el político,
contra el sistema, contra la democracia que, según los damnificados, los ha
dejado tirados.
Un año de tempestades se cierra y otro con negros nubarrones se abre.
¿Triunfará el golpe blando, político, judicial y mediático, más la extraña
pinza PP/Junts, contra Pedro Sánchez? ¿Lanzará
el psicópata Putin sus adorados falos
nucleares contra Occidente, tal como advierte todo
el rato? ¿Cuánto tardará el paleto Donald Trump en
liarla parda en Palestina, en Siria, en Líbano o Irán? Todo son incógnitas para un año 2025 que viene
cargado de incertidumbres, de preocupaciones y de miedos. El contexto
internacional es diabólico, como muy acertadamente explica el fundador de Diario16, nuestro querido Manuel Domínguez (gracias maestro por otro año más
de vida periodística). “Desde la crisis de los misiles de 1962 no había habido
una amenaza tan seria de que se desencadenara una guerra global. Todo está
focalizado en dos regiones del planeta: Oriente Próximo y Ucrania”, escribe en su
clarividente reportaje Crónica evitable del fin del
mundo publicado en nuestra imprescindible revista mensual.
El ciudadano tendrá que acostumbrarse al mundo del pánico que nos han
construido las siniestras élites, las altas esferas o quien quiera que sea el
loco que ha organizado este sindiós de planeta donde cien familias acumulan más
riqueza que el resto de la humanidad. Ya nadie puede garantizar un futuro
estable y seguro para nuestros hijos, vivimos al día, en el alambre, sin saber
qué será de nosotros al levantarnos por la mañana. La democracia se ha
convertido en un trampantojo, el nuevo fascismo posmoderno avanza deprisa,
sembrando odio a cascoporro, imparable. “Hay una posibilidad entre seis de que
nos extingamos este siglo”, dice el filósofo Toby Ord, de
la Universidad de Oxford. Sabemos que nos queda cada vez
menos tiempo como especie, pero, qué demonios, que siga el show. La Navidad es la fiesta del fracaso, triste pero
consoladora, dijo Graham Greene. Hoy, más que nunca,
feliz Navidad, ocupado lector de esta columna. Feliz Navidad.
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