Volvamos a Francia; al Segundo Imperio de allí, que al principio del último
tercio del siglo XIX vivía tiempos interesantes. Con Napoleón III, sus
iniciativas urbanas y sus suntuosas fiestas, París se había convertido en
la Ville-lumière, la Ciudad-luz que fascinaba a los
visitantes extranjeros, convertida en referente mundial del urbanismo, el arte,
la moda y el buen gusto (todavía, siglo y medio después, vive de lo que colea
aquello), hasta el punto de que ese ambiente, muy bien descrito por los
novelistas de la época, Hugo, Flaubert, Dumas y otros grandes narradores
franceses, puede calificarse como una auténtica edad de oro de la burguesía y
el dinero (para quien lo tenía, por supuesto), con la aparición de grandes
dinastías industriales y financieras como los Talbot, los Wendel, los Péreire y
los Schneider. En lo social, claro, allí como en todas partes, era la clase
obrera (relegada a insalubres barrios periféricos y cada vez más encabronada)
la que sudaba a chorros para pagar la fiesta; pero la cosa se disimulaba con
los buenos negocios, el auge de la clase media y el hecho de que, en una
Francia mayoritariamente agrícola, los campesinos, en su mayoría de talante
conservador, se mostraban satisfechos con la política económica del gobierno.
Se las prometía así Napoleón III muy felices para comer perdices, pero una
serie de metidas de pata en política exterior le capó de mala manera el
gorrino. Consciente (en esto fue de verdad perspicaz) de que el nacionalismo
iba a ser la fuerza más poderosa en el futuro inmediato, mostró querencia a
mezclarse en asuntos ajenos, resuelto a convertir a Francia en árbitro de las
viejas y las nuevas naciones; y así anduvo por jardines cada vez más
complicados. Dispuesto a conchabarse con la Inglaterra liberal para segar la
hierba bajo los pies de potencias reaccionarias como Austria y Rusia, metió a
Francia en la guerra de Crimea (la de la famosa carga de caballería británica
en Balaclava), de la que salió con los pies fríos y la cabeza caliente, sin
beneficio alguno. Tampoco en Italia le fueron bien las cosas, porque sus
victorias militares contra los austríacos en Magenta y Solferino, con la
anexión de Niza y Saboya, más que admiración suscitaron la desconfianza de una
Europa que veía demasiado chulesco al emperata gabacho, en plan de dónde sacas,
chaval, para tanto como destacas. Y ni siquiera mojarse como se mojó por la unidad
italiana le sirvió de gran cosa; porque, al final, su apoyo al papa le enajenó
la simpatía de los de allí. En lo colonial le fueron mejor las cosas,
pacificando Argelia y estableciéndose en África Negra, Conchinchina y el
Pacífico; pero hasta ahí llegó el nivel, pues una pésima racha, de desastre en
desastre y tiro porque me toca, se le acabó llevando el crédito y el negocio.
Lo más pintoresco (y descabellado) fue el intento de crear en América un
imperio hispano-latino que equilibrase por abajo el poder creciente que los
Estados Unidos alcanzaban por arriba. La idea no era mala sobre el papel, pero
irrealizable sobre el terreno. Sin embargo, empeñado en llevarla adelante con
el apoyo de España, Napo envió a México una expedición militar hispano-franchute
(a los nuestros los mandaba el general Prim) para afirmar en el trono de allí a
un pobre tiñalpa que se sacó de la manga, Maximiliano de Austria, al que los
mexicanos se apresuraron a fusilar como Dios manda; con lo que el proyecto
imperial americano se fue al carajo. Pero la guinda del pastel consistió en
que, como toda Europa, Napoleón III subestimaba el poderío creciente de Prusia.
Aunque su ejército era inferior al prusiano y sus generales más incompetentes
(estaba el canciller Bismarck al mando de los boches, así que calculen), le
declaró la guerra, que hace falta ser pringado, y su querida Frans se comió en
la batalla de Sedán (1870) una derrota como el sombrero de Pancho Villa.
Habiendo hecho el ridículo ante toda Europa, no le quedó al francés sino
abdicar y largarse a Inglaterra, donde palmó dos años después. Dándose así la
curiosa circunstancia de que un emperador dos veces respaldado en plebiscitos
cayó fulminado por una derrota militar, lamentable fin a uno de los períodos
más esperanzadores y prósperos de la historia europea. Pero así es la puñetera
vida. El caso fue que, mientras Napoleón III hacía las maletas, los diputados
republicanos constituyeron en París un gobierno provisional que acabaría
proclamando la Tercera República. Si iba a ser liberal o conservadora (pese a
lo que en España piensan algunos idiotas, siempre hubo republicanos de
derechas), eso se decidiría en los siguientes años. Y no sin sangrientos
sobresaltos.
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sábado, 21 de diciembre de 2024
21/12/2024 - UNA HISTORIA DE EUROPA (XCV)
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