La tragedia de Valencia atrae a personajes de todo pelaje y condición, entre ellos pseudoperiodistas y agitadores de la extrema derecha.
José
Antequera 05/11/2024
El gran carnaval, aquella vieja película del gran Billy Wilder, cuenta la historia de un periodista
desalmado capaz de aprovecharse de un minero indio atrapado en un túnel. El
reportero sin escrúpulos hace lo posible y lo imposible para seguir manteniendo
con vida a la pobre víctima, ya que de esa forma puede seguir publicando
artículos y exclusivas que le reportan fama y dinero. La depravación de Charles Tatum (así se llama el inmundo personaje
magistralmente encarnado por Kirk Douglas) llega
al punto de convertir el suceso en una gran feria o circo del morbo que atrae a
curiosos de todo el país.
En estos días nefastos, Valencia, la pobre
Valencia, se ha llenado de Charles Tatums, pseudoperiodistas,
charlatanes, youtubers, falangistas de medio
pelo empeñados en avivar el odio del pueblo contra la democracia, enviados
especiales de la inmoralidad, cuervos, pajarracos, buitres amarillos,
degenerados en fin de esa fauna friqui que conforma el submundo de las redes
sociales, auténticas puertas del infierno del odio abiertas de par en par. Por
si no tenían bastante los desdichados vecinos de l’Horta Sud machacados por la desgracia bíblica
que les ha caído encima (miles de personas a la intemperie, sin casa, sin
comida, sin agua y sin luz y probablemente afectados por plagas e infecciones
emanadas del lodo y el barro), también tienen que soportar a ese grupo salvaje
todavía más pestilente y solo comparable en categoría moral a los rateros que
estos días se dan al pillaje más vil saqueando las casas de las víctimas.
El despliegue por toda la zona cero de esta serie de personajillos, tipejos
y tipejas repugnantes, ha sido tan eficaz que incluso han llegado antes que los
propios servicios de rescate. Y es que una de las características principales
de estos insectos de dos patas es que se mueven rápidamente de acá para allá,
llevando su veneno a todas partes. No llegan al área devastada con el ánimo de
proporcionar buena información, tan necesaria en momentos de crisis
humanitarias, y mucho menos de arrimar el hombro cogiendo una pala para echar
una mano en la retirada del fango (suelen provenir de buenas familias y les
duele mucho el espinazo en cuanto levantan un ladrillo). Al contrario, si
pueden, alimentan un poco más la confusión, instigan la desorganización,
propalan sus ideales fascistas, siembran un poco más de miedo entre los ya
atemorizados ciudadanos y son capaces de todo en su espectacular puesta en escena,
incluso derramar unas cuantas lágrimas de cocodrilo, que eso siempre queda muy
típico en la pantalla. Ya lo hicieron en los peores momentos de la pandemia
cuando, para negar la existencia del virus, dijeron que las urgencias de los
hospitales estaban completamente vacías, de modo que todo era un montaje del
Gobierno Sanchista para tenernos encerrados. Lo están volviendo a hacer.
Ya decimos que nos encontramos ante seres abyectos, ruines y sin escrúpulos
que han decidido hacer de la tragedia de sus paisanos, del dolor y el
sufrimiento ajenos, un espectáculo mediático del que sacar rédito en forma
de likes para sus chats, de grandes audiencias
televisivas o publicidad para sus canales de Youtube. Una ciénaga humana. Los
verán ustedes en todas partes, con sus chalecos multiusos de quinientos pavos y
empuñando un micrófono como la triste caricatura de un reportero de guerra; o
improvisando una crónica amarillista con datos falsos junto a una montaña de
vehículos despanzurrados; o echándole el brazo encima (y el aliento) a un pobre
anciano paiportino que, aturdido, lo mira con estupor (como preguntándose qué
quiere este) mientras arrastra un mueble podrido por la humedad. Casi siempre
un show con focos de relumbrón y fresco maquillaje
junto a un soldado que les sirve como figurante. No será necesario ahondar en
el vergonzoso caso de Rubén Gisbert, ese
muchacho de Horizonte, el programa de Íker Jiménez, que se rebozó de barro para darle más
dramatismo al momento antes de entrar en directo (hay vídeo de un vecino). Ni
en las andanzas del eurodiputado Alvise Pérez, el
ultra de SALF que se plantó en el epicentro de la tragedia
con una camioneta llena de garrafas de agua (más bien una unidad móvil) y que
terminó siendo acusado por algunos vecinos de “neonazi” ávido por sacarse la
clásica foto del yo estuve allí. Ni en los pasos de Javier Negre, a quien el ínclito Mazón dio un fraternal abrazo a las puertas de una
reunión del Centro de Coordinación de Emergencias,
un gesto de pelotillesco compadreo, un infame qué hay de lo mío en medio de la
calamidad. No son los únicos: en Paiporta hay más buitres y carroñeros que
policías y soldados de la UME.
Lo que vimos hace solo unos días, la maniobra de acoso y derribo a las
autoridades (reyes de España, Sánchez y Mazón), no fue más que el reventón final, la Dana de
odio ciclogenética, la consecuencia lógica de días de bulos y manipulación a
mansalva. Claro que fue una parte del pueblo de Paiporta (unas doscientas
personas, los demás estaban trabajando y no tenían ni ganas de verle el careto
a los mandamases) la que acudió allí para protestar contra los políticos con
todo el derecho y razón del mundo. Pero entre ellos, instigando y animando,
estaban los otros, los altruistas con ambiciones, los generosos interesados
ansiosos por sacar tajada de alguna clase (fama, reconocimiento, audiencias,
seguidores, dinero, rédito político, quién sabe). Los Charles Tatum de hoy
capaces de hacer del dolor humano un espectáculo grandioso para sus fines
personales.
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