JUAN CARLOS MONEDERO 17/11/2024
Que no
dimita el presidente Mazón pese a 216 fallecidos por la DANA
(en Cuba, un país pobre, con huracanes no muere nadie), igual que no lo hizo Isabel
Díaz Ayuso con 7291 ancianos sin seguro privado abandonados a su mala
suerte en las residencias durante el COVID; que la política española vuelva a
ser un "y tú más" entre el bipartidismo, en ambos casos tocados por
casos de corrupción; que un ministro del ala militante dura del PSOE como Óscar
Puente sea mencionado como el sustituto de Pedro Sánchez sólo
por una eficaz gestión de la red X; que un delirado como Milei pueda
ser presidente de un país culto como Argentina, que le ve hacer el ridículo
cada día mientras condena al hambre, la enfermedad y la marginación a una parte
importante del país; que Donald Trump elija a un antivacunas
descerebrado enemigo de la ciencia, Robert Kennedy, como Secretario
de Sanidad, o que le encargue la reforma del Estado al multimillonario que se
compró Twitter para hacer política; que le de igual al mundo el genocidio en
Gaza o la falta de respuesta al calentamiento global; o que las redes sociales
construyan una esfera pública a golpe de talonario con bulos y odio (hay una
huida de X a Bluesky, como si esa red estuviera libre de trolls,
lo que no es cierto) son alguna señales, entre miles, de que las
democracias de corte occidental están agonizando vaciadas y mutadas en
oligarquías de partido. Con el agravante, como hemos visto en EEUU, de que
empresarios millonarios o gente famosa pueden comprarse los partidos, como ha
hecho Trump con el Partido Republicano o hizo Beppe Grillo con 5
Estrellas.
Lo que
llamamos hoy "democracias" son en verdad "gobiernos representativos". La palabra demokratiaa (poder del
pueblo, en el original griego) nació hace unos 2500 años, motivado
principalmente por el aumento de la ciudadanía -y por tanto de su consciencia
organizada-, impulsado a su vez por la necesidad de contar con marinos en las
aventuras imperiales atenienses, lo que obligó a la contraprestación de
hacerles ciudadanos (no tenían armas ni escudo, pero tenían brazos para los
remos). No olvidemos que no lo serían ni los esclavos ni las mujeres ni los
metecos -los inmigrantes radicados en Atenas-. El mito, resucitado con
tardías traducciones de Aristóteles, fue más allá de la realidad.
Cada
vez hay más estudios que demuestran que alguna forma de democracia ha
sido la constante en la historia, hasta el punto de definirse como algo
"natural" (véase
el trabajo de David Stasavage, Caída y ascenso de la democracia. Una
historia del mundo desde la Antigüedad hasta hoy, Madrid, Turner, 2021, o
el de David Graeber y David Wengrow, El amanecer de todo,
Barcelona, Ariel, 2022). Es lógico, especialmente en sociedades nómadas donde
el costo de desobedecer era muy bajo y bastaba marcharse para librarse de la
opresión. La facilidad de irse a otro sitio siempre es una garantía de
libertad, sea en una relación política, económica, sentimental o del tipo que
sea. Es importante recordarlo porque, muy al contrario, lo que parece
hoy "natural" es algún tipo de acatamiento y sumisión, como si
obedecer hubiera sido la norma en la historia del homo sapiens. La
confederación iroquesa, los hurones, los tlastaltecas y otros pueblos
americanos previo a la conquista, el mundo griego, las asambleas germánicas, la
experiencia de consejos y asambleas de algunas ciudades italianas del norte y
en Castilla y Aragón bajo los Austrias, los levellers y
los diggers, entre otras muchas, fueron formas de democracia
(algunos la llaman democracia temprana) que desmienten esa mirada resignada de
la jerarquía política. La falta de libertad y las desigualdades siempre
terminan con levantamientos populares.
Con la pérdida
de la sociedad esclavista, que financiaba la democracia en Grecia, fue también
perdiéndose esa voluntad democrática de que correspondía a las mayorías dictar
la marcha de la sociedad. Los rasgos de la democracia griega, que, de
una manera u otra, aparecen en cualquier sociedad que quiera llamarse
democrática, eran elementos que conviene reconsiderar: el sorteo (que
reafirmaba el "nosotros" -el demos- cada vez que había
una votación), el derecho a defender los propios intereses en el ágora
pública -la isegoría, acompañada de la igualdad ante la ley,
la isonomía-; la limitación de mandatos; la revocación de
mandatos; y la exigencia de responsabilidades por la mala gestión (que podían
llevar hasta la ejecución, por ejemplo cuando la mala gestión costaba la
vida de conciudadanos).
Lo que
McPherson llamó el individualismo posesivo, esto es, nuestra
condición creciente de propietarios, fue matando a la democracia. Porque
el propietario ya no quería hacer personalmente política, sino
simplemente autorizar al gobernante para que la hiciera él (el
papel de las mujeres en la política, salvo en el caso de algunas reinas, no
entraría en escena hasta el siglo XX). En los gobiernos representativos, quien
no era propietario, tampoco era ciudadano. Hasta finales de los 70, en
España las mujeres no podían tener una cuenta en el banco.
En las
discusiones en la Inglaterra de Cromwell, en la constituyente norteamericana de
1787 o en la Revolución Francesa, la idea de la representación fue
expulsando a la idea de democracia. De hecho, los políticos burgueses que
hicieron las leyes y las constituciones de esos países, renegaban de la
democracia y exaltaban como superior al gobierno representativo. Como sostiene
Bernard Manin (Los principios del gobierno representativo, Madrid,
Alianza, 1998), la elección, a diferencia del sorteo, siempre implica
alguna suerte de aristocracia, pues la persona electa lo es por alguna cualidad
que se ve como superior por parte de los votantes. La burguesía como clase
proscribió el mandato imperativo -prohibido en la Constitución francesa de
1791, igual que en el artículo 67.2 de la Constitución Española de 1978- como
una forma de que el pueblo no entorpeciera las tareas de los
políticos.
Cuando
los gobiernos representativos se empezaron a articular como Estados de
partidos, especialmente al comienzo del siglo XX, el último aliento democrático
desaparece, como bien vio desde posiciones de ultraderecha Carl Schmitt. El
Parlamento debiera representar al conjunto, pero nadie ha explicado
convincentemente cómo de la discusión entre partidos que representan intereses
contrapuestos -por ejemplo, los del capital y los del trabajo- va
a salir el interés colectivo. Hoy es muy evidente que de esa lucha social
salen ganadores y perdedores. Y la van ganando las clases poderosas. Cuando
el liberalismo político se pone al servicio del liberalismo económico, el
edifico se derrumba. Y salvo un corto periodo de la historia después de la
Segunda Guerra Mundial, siempre lo ha hecho.
En el
entorno de Trump, igual que ocurre con la extrema derecha europea, hay gente
que viene de los estratos más bajos de la sociedad, que han prosperado -mucho o
poco- y se han vuelto enemigos de la clase, la raza y el género del que
proceden. En una lectura simple: si yo he salido del agujero, los demás
también pueden, y si no, que arreen. Es lo que se conoce como "patear
la escalera" por dónde has subido. Con el correlato de "clase
aspiracional", donde mucha gente asume su condición subalterna
esperando que alguna vez cambie su suerte. Son pobres, trabajadores
precarios o emigrantes votando en contra de servicios públicos de sanidad,
educación o de políticas migratorias más humanas. Puedes ser migrante, haber
trabajado limpiando los retretes de un McDonald y terminar en el partido conservador
inglés defendiendo la justicia y la felicidad solo para unos pocos, como la
nueva líder del partido conservador inglés, la inglesa de origen nigeriano
Olukemi Olufunto Badenoch. Volverá la lucha de clases.
Como
dice un amigo bonaerense, hay que "entender qué pasa en el mundo (y en
Argentina) con las y los luchadores por la igualdad. Por qué nos va tan mal. Y
por qué a los defensores de la injusticia, de la prepotencia del poder
económico, del racismo y de las violencias contra los más desamparados y vulnerables,
los portavoces de las oligarquías, del privilegio, del secuestro del futuro
como un bien común; por qué, decía, a estos monstruos les va tan pero tan bien
y a nosotros tan pero tan mal".
Seguramente
porque lo llamamos democracia y no lo es. Y porque nadie ya, en nuestras
sociedades, se encarga de la armonía del conjunto. Es evidente que los
parlamentos no lo hacen y las constituciones, en manos a menudo de jueces
prevaricadores-ninguno manda detener a nadie por aumentar desigualdades en
nuestros países, por abusar de los beneficios o por negar el derecho a la
vivienda como dice la Constitución-, tampoco.
Trump
va reventar el Estado en un país que difícilmente va a poder seguir llamándose
EEUU. La mayor eficiencia que van a inyectarle con la Inteligencia Artificial
se la van a repartir los que quieren financiarse el viaje a Marte. Ya
hay una guerra civil entre pobres y ricos, aunque ahora nadie repare porque
solo mueren pobres. Si fuéramos inteligentes, nos adelantaríamos a los
tiempos y buscaríamos soluciones antes de que todo salte hecho pedazos. Y
podríamos empezar asumiendo que hay que inyectarles formas democráticas a
nuestros gobiernos representativos. Lo prometió Claudia Sheimbaum en
su toma de posesión y acaba de reafirmarlo Nicolás Maduro insistiendo
en la necesidad en Venezuela de construir un Estado comunal que les permita
salir de las ineficiencias históricas de ese Estado. Igual en Sri Lanka, donde
acaba de ganar un marxista, Anura Kumara Dissanayake, por abrumadora mayoría,
igual que lo ha hecho en Senegal el panafricanista de izquierdas Bassirou
Diomaye Faye. En pocos años podremos preguntar al pueblo si prefieren el
modelo chino o el estadounidense.
Europa
va en la dirección contraria a la democracia. Quizá por eso tenemos de nuevo
guerra en el continente europeo. Dormíamos, despertamos y nos volvimos a
dormir. Y la razón dormida produce monstruos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario