La mejor definición que conozco de la democracia estadounidense la
dio Charles Bukowski en una columna para la revista
contracultural Open City: "Que te den la
oportunidad de elegir entre Nixon y Humphrey es como que te den la oportunidad
de elegir entre comer mierda caliente y comer mierda fría". Corría el año
1968 y la guerra de Vietnam estaba en su apogeo. Desde entonces, el partido
republicano y el demócrata han cambiado mucho y ni Nixon ni Humphrey tienen
nada que ver con Trump o Harris; sin embargo, la observación no sólo es
pertinente a día de hoy sino asombrosamente exacta en cuanto a la oferta
política expresada en términos escatológicos. De lo que no estoy tan seguro, en
el caso de Trump y Harris, es de quién representa la mierda caliente y quién la
mierda fría.
Leo a columnistas y politólogos compungidos y aterrados ante la victoria de
Donald Trump y me pregunto si en verdad vivo en el mismo mundo que ellos. Al
parecer, estábamos viviendo una edad dorada dirigida por un moderno Pericles, un hombre que había rescatado a Estados
Unidos de las brumas de la ignominia y la posverdad, y apaciguado al mundo bajo
la égida de una nueva pax americana. Puede
que me equivoque, pero lo que yo he visto durante los cuatro años de Joe Biden al frente del imperio es a un cadáver
presidencial en estado de coma, una momia incapaz de hilar dos frases
coherentes seguidas y que, nada más aposentarse en la Casa Blanca, logró
encender una guerra a las puertas de Europa.
En cuanto a la política nacional, fíjense si será impresionante y duradero
el legado de Biden que las urnas lo han refrendado con la derrota más
humillante del partido demócrata en décadas. Control del senado, número de
gobernadores, control territorial, apoyo popular: Trump sale del baño electoral
como un presidente con poderes casi ilimitados. Confirman la grandeza de la
democracia estadounidense más de trece millones de votos demócratas perdidos
(por un millón y medio para los republicanos) respecto a las pasadas
elecciones. Con sólo 135 millones de votos para 244 millones de votantes
convocados, la abstención ha ganado por goleada, quizá porque la mayoría estaba
desmotivada, quizá porque escoger una papeleta es muy difícil, quizá porque la
gente se informa a través de la tostadora, o quizá porque más de cien millones
de votantes han decidido que, entre mierda caliente y mierda fría, lo más
saludable es abstenerse.
No soy muy optimista respecto a lo que pueda depararnos el futuro al mando
de Donald Trump, como tampoco lo sería de haber ganado las elecciones Kamala
Harris. Es posible que el "Loco del pelo rojo" -esta grotesca
reencarnación de Van Gogh al que una bala por
poco no le arranca una oreja- nos lleve directamente a una Tercera Guerra
Mundial, aunque los mandatos que verdaderamente estuvieron empantanados de
masacres y conflictos globales (Siria, Libia, Ucrania, Israel, Gaza, Líbano)
fueron el de su predecesor y el de su heredero en el cargo. Pese a su tono
vociferante e insensato, la de Trump fue, con diferencia, la presidencia más
tranquila y pacífica en términos geopolíticos desde Carter: una anomalía a la
que la pandemia del coronavirus contribuyó bastante.
Sin embargo, pocas veces se habrá visto el proceso electoral estadounidense
mejor representado que con la victoria incontestable de un candidato con varios
juicios pendientes por diversas causas criminales, desde agresiones sexuales al
asalto al Capitolio. La diferencia es abismal respecto a Obama, quien partió con un Premio Nobel de la Paz bajo
el brazo, y Biden, que parecía simplemente un anciano algo despistado y
adorable. Pero bastan el recuerdo de lo ocurrido en Libia (reducida a un
mercado de esclavos tras una guerra sanguinaria) y en Gaza (sometida a un
genocidio incalificable) para asignar eternamente a Obama y a Biden el epígrafe
de genocidas y criminales de guerra. Con Trump los estadounidenses han querido
ir sobre seguro, sin disfraces ni publicidad engañosa, y elegir directamente a
un agresor sexual y delincuente convicto. A ver qué pasa.
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