Ignasi Gozalo-Salellas
Ensayista i Professor de Comunicació i Filosofia (UOC)
El martes 5 de noviembre presenciamos el último capítulo de derrota de la
razón humana. Hoy vence, con una fuerza aplastante, el irracionalismo del
agravio. Ensimismado en una crisis de identidad nacional, no exclusiva de los
norteamericanos, hoy vence el nihilismo civilizatorio. Hoy Estados Unidos le ha
dicho al mundo que solo cree en sí mismo, y de forma violenta.
Dos días después de que muriera el gran músico norteamericano Quincy Jones,
virtuoso trompetista, compositor y productor de los más grandes mitos de la
nación —de Sinatra a Michael Jackson, de Ray Charles y Miles Davis a Billie
Holiday—, menos de 72 horas después, despertamos de la nostalgia de esos años
dorados yankees con la noticia del abrumador retorno de
Donald J. Trump a la presidencia de los Estados Unidos. Un país que un día
erigió, uno tras otro, los grandes mitos de la modernidad y de la vanguardia
cultural, y que llevó a ésta al cetro de la globalización, hoy se encierra en
sí mismo y vuelve a entregar los mandos a un ser déspota, vengativo, racista y
orgullosamente inculto.
Si el primer Trump fue el del caos y la ignominia, el segundo será el del
aislacionismo económico, social y cultural: recortes radicales del gasto,
cierre de fronteras y una nueva masculinización de la vida colectiva. Como
decía un artículo editorial del New York Times,"Win or Lose, Trump Has
Already Won". Elevando el tono hacia un espacio de irracionalidad inédita
entre la larga lista de presidentes de exquisita formación intelectual y
humanista, Trump ha sido capaz de lo imposible: ser el primer presidente
vencido en reconquistar la presidencia en más de un siglo. Solo lo hizo antes
el demócrata Grover Cleveland, de 1884 a 1888 y de 1892 a 1896. De ello hace
nada menos que 140 años.
El carácter volcánico e irracional de Trump fue el arma de la victoria.
Hurgó en la división y conectó con miles de egos heridos, proyectándoles la ira
como respuesta a los miedos de una parte de la nación que no entiende el ritmo
vertiginoso que su propia maquinaria capitalista e imperialista ha impuesto al
mundo entero. Ese tal vez sea el trágico final de América tal y como se nos narró en esta era dorada
de imperialismo cultural y de aceleracionismo tecnológico: una reencarnación
contemporánea del mito de Eresictón, ese rey soberbio que nunca se saciaba y
que acabó devorándose a sí mismo incapaz de alimentar toda su voracidad.
Lo que es evidente es que el patriotismo unificador de antaño, fábrica del
mito de un solo pueblo tras el escudo protector de la
bandera y del himno, ya no es creíble. Hoy en Estados Unidos conviven los
despojados trumpistas más arcaicos con los tecnófilos posthumanistas más
visionarios; el conservadurismo moral más atávico del interior y del sur con
los debates más sofisticados sobre género, sexualidad, raza o colonialismo del
liberalismo de las costas. La bipolaridad social es tal que el intento de la
candidata de Kamala Harris de acercarse al centro en busca de los moderados ha
fracasado por completo. Ganó la estrategia de radicalización y denigración.
El mapa es realmente desolador para el progresismo nacional y mundial. Por
primera vez en esta larga travesía distópica trumpista, su victoria lo es tanto
en representantes como en voto popular. 70 millones de ciudadanos han votado a
Trump, lo que representa una cifra superior al 51%. Si contra Hillary Clinton
se proclamó presidente con un 48% y cosechó la derrota ante Biden con menos del
47%, en su ascenso algo habrá tenido que vez su rival.
Harris y el Partido Demócrata, perdedores en los siete estados clave,
evidencian la crisis moral de la izquierda, incapaz de articular un discurso
ideológico renovador y transversal, atractivo, engaging para
las clases medias y populares. Harris fue el mal menor, pero pronto su figura
se vio aniquilada por el vigor machista, despreciativo y repulsivo del rival.
El perfil racional de Harris, basado en el sentido común y los constantes
equilibrios de la realpolitik, no ha podido combatir
el mejor producto de la antipolítica. Tampoco ha conseguido corregir los
injustos hándicaps asociados a su figura: mujer, de color y sin hijos,
californiana y miembro de la ‘pesada’ administración estatal (en tanto que
fiscal). Todo ello la situaba en las antípodas del amplísimo voto republicano
que siente que el que fuera eje nacional de antaño —la unidad familiar
tradicional y su American way of life— está en
riesgo. No por azar, la candidatura republicana situó de pareja de baile de
Trump a JD Vance, actual senador por el estado de Ohio y autor del
superventas Hillbilly, una elegía rural: Memorias de una
familia y una cultura en crisis (Deusto).
La realidad es que la segunda era Trump dispondrá de un engranaje favorable
inédito en la historia reciente del país: Presidencia, Cámara de
Representantes, Senado y un Tribunal Supremo —de cargo vitalicio—
descaradamente inclinado hacia la corrección ultraconservadora de grandes
avances civiles y sociales que Estados Unidos lideró durante el siglo XX. El
futuro del país dependerá en gran medida de la capacidad correctora de su
sólido sistema institucional, pero no se puede vivir de espaldas a las
expresiones de la sociedad. Mediante un voto indisimuladamente reaccionario,
millones de votantes han expresado su deseo de venganza, la dignidad del odio,
la liberación de las pasiones más bajas y una desesperada apuesta por la
postdemocracia.
Trump llegó a la Casa Blanca hace ocho años como un intruso, y regresa
ahora como un rey supersoberano al que le entregan las llaves de un futuro que
la democracia no les ofreció. Para ello, probablemente se acompañe de otros
plutócratas como Musk y se siga usando América Latina (Argentina) como
laboratorio de pruebas. De la amenaza se ha pasado al campo de ensayo, así que
la izquierda no tiene tiempo que perder. Le urge articular nuevas figuras y
cadenas de transmisión para competir en la batalla —de momento solo cultural—
que ahora mismo, como vemos en Europa, sigue perdiendo frente al
reaccionarismo. Pero en mi opinión lo que de verdad se asoma es una crisis
profunda de la razón dialéctica, aquella fundada en la deliberación y en la
contradicción, pero siempre en el respeto y la dignidad de la discrepancia. Y
en esto último, todos tenemos nuestra parte de responsabilidad
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