La extrema derecha trata de remover el rencor de la población contra el Estado tras la catástrofe en el área metropolitana de Valencia
José Antequera 04/11/2024
Pintadas
neonazis en la sede de EUPV de Paiporta, donde se ha registrado una explosión
de odio tras la Dana.
Lo que el río te da, el río te lo quita. Este dicho popular ha circulado
entre los agricultores valencianos de generación en generación desde tiempos
medievales, cuando el sultán mandó construir las acequias que aún perviven.
Solo que esto no es un río cualquiera desbordado. Es la propia tierra enferma
regurgitando su vómito marrón y revolviéndose contra el ser humano por todo el
daño causado. La Madre Gea ha dicho basta ya,
hasta aquí hemos llegado, y ha empezado a barrer toda la porquería sobrante del
planeta. La imagen de los coches apilados como montañas de ferralla, durante la
riada de Valencia, no deja de ser simbólica. El automóvil, gran
invento del enloquecido siglo XX, es, con su dióxido venenoso, uno de los
grandes culpables del cambio climático. Uno de los asesinos de verdad. La
Tierra, con su furia telúrica, ha cogido miles de coches, los ha levantado en
el aire como barquitos de papel y los ha llevado, flotando en el diluvio, hasta
un rincón de la historia. Es como si el planeta nos hubiese dicho: ahí tenéis
vuestra basura, yo no la necesito para nada.
Hay algo extraño, casi sobrenatural, que se nos escapa en todo esto.
Estamos jugando una batalla desigual contra el enemigo más poderoso, que no
es Putin, ni el terrorismo
islámico, ni siquiera Netanyahu con
su aliento fétido genocida. Hablamos de un planeta entero que agoniza y que
lanza su último esputo terminal. Hoy ha sido la riada de proporciones bíblicas
de Valencia, mañana el apocalipsis climático caerá sobre el centro de Europa, la India o
el Senegal. El colapso metabólico planetario es general:
la temperatura aumenta, los polos se derriten, el calor asfixiante en verano,
las nevadas que anticipan glaciaciones en invierno, la subida del nivel del
mar, la desaparición de miles de especies animales y vegetales cada día. Los
científicos nos alertan cada año, pero mucho nos tememos que, o no nos están
contando toda la verdad, o ni siquiera ellos son conscientes del cataclismo
universal que se nos viene encima de una forma más rápida y súbita de lo que cabría
pensar.
La Albufera, última joya verde de los valencianos,
amanece hoy completamente contaminada. El agua que ha desembocado allí desde
las montañas, arrastrándolo todo a su paso, ha
depositado escombros, desperdicios, lodo, líquidos tóxicos y contaminantes.
Flota una lavadora en medio de la hasta hace poco hermosa laguna protegida. En
cualquier otra circunstancia, esta noticia abriría los periódicos a cinco
columnas; hoy queda ensombrecida por la magnitud de otras calamidades más
urgentes, como la pérdida de vidas humanas y la destrucción de decenas de
pueblos, antes florecientes, hoy reducidos a poblados prehistóricos.
Mientras tanto, los valencianos retiran el lodo, calle a calle, casa a
casa, con el barro hasta las cejas y la rabia contenida. De todo este fin del
mundo se salva lo mejor del ser humano, las oleadas de voluntarios que acudieron
al grito de socorro de sus paisanos sin pensárselo dos veces. Filas de personas
silenciosas con cubos, escobas y bolsas de comida hasta donde alcanzaba la
vista; hileras kilométricas atravesando los puentes de la solidaridad en
dirección a la zona cero. Gente corriente, hombres y mujeres, muchos de ellos
jóvenes, convertidos en héroes anónimos que ahora mismo no reparan en la
ineptitud de sus políticos, ni en si el culpable es fulanito o menganito, ni en
el odio cainita que florece entre el limo cenagoso, caldo de cultivo de
enfermedades y de futuras guerras civiles. Solo piensan en ayudar a sus
vecinos, en retirar un palmo más de cieno, en sacar un trasto más de una casa,
en llevar una botella de agua más a un jubilado, a una mujer embarazada, a un moribundo
abandonado. Ellos son el orgullo del país. Tenemos dos fuerzas que nos ayudan a
vivir: el olvido y la esperanza, dijo Vicente Blasco Ibáñez,
precisamente el escritor del sufrimiento entre las cañas y el barro.
Pero entre toda esa marea de solidaridad, en medio del poble que salva al poble, están también los otros, las
bestias con sus bramidos, los de la manada que gritan como demonios salidos del
averno, los que insultan, los que agitan las calles y las redes sociales
(auténtico altavoz del fascismo posmoderno). Los que no dudarían en linchar a
un presidente del Gobierno hasta colgarlo por los pies, como anunció Abascal en su día. Estos salen a la calle con
palas y vuelven con palos. Van a las áreas devastadas aparentando ayudar y
terminan inoculando el parásito, que no es el de la disentería o la salmonela,
sino el de la violencia. Muchos de ellos viven lejos de la calamidad, a salvo
en lujosas mansiones, protegidos por su dinero y buenos abogados. Lo que vimos
ayer, el triste y denigrante espectáculo del abucheo y lanzamiento de puñados
de lodo a las autoridades (a los reyes, a Sánchez y a Mazón), no tiene nada que
ver con la lógica indignación de los paiportinos, a los que se ha dejado
abandonados, a oscuras, sin comida ni agua, durante los primeros días de la
tragedia (bien por la incompetencia de quienes tenían que tomar decisiones,
bien porque la calamidad es de dimensiones cósmicas y no hay Protección Civil
ni Estado que valga ante tanto destrozo). Una cosa es el cabreo de los miles de
damnificados y otra la sarna que corroe este país desde los tiempos de Viriato, la gentuza que va apestando la tierra y que
remueve el barro del enfrentamiento civil allá donde puede, en la calle, en una
plaza pública, en el vertedero cibernético de Elon Musk. A río revuelto,
ganancia de pescadores, o sea la extrema derecha.
Lo de ayer no es, ni más ni menos, que el anticipo de lo que está por
venir. Los efectos del cambio climático, con sus danas y tifones, no solo se
reducen al paisaje devastado que queda después. Trae consigo la destrucción
misma de la civilización humana. La miseria, la ruina, el hambre. La guerra de
todos contra todos. La costra o sustrato perfecto para que los oportunistas del
nuevo nazismo posdemocrático, los salvapatrias y charlatanes, los demagogos y
propagadores de bulos e infundios de todo tipo, contribuyan al hedor de la
riada con más pestilencia. El mismo abono fatal que quedó tras el huracán Katrina y del que emergió un dios terrible de
barro e infamia llamado Donald Trump. Ese
otro patán que puede ponerse a los mandos del mundo libre en las próximas
horas.
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