La victoria de Donald Trump es el penúltimo aviso para la clase política, porque han sido ellos los que han pervertido el sistema de tal manera que los populistas y extremistas se están haciendo con el poder
José Antonio
Gómez 09/11/2024
La historia es cíclica y la historia muestra cómo la perversión de los imperios son la causa principal
de su caída. Cuando eso se ha producido, los bárbaros llegan al poder. Esta es
la situación actual en todo el mundo.
La democracia, como sistema donde los derechos y
libertades garantizan el estado del bienestar para todos los ciudadanos, ha
sido tiroteada por la clase política. Ellos han sido los que han pervertido el
sistema de tal forma que están abriendo la puerta a los bárbaros.
Desde hace años se está viendo cómo están creciendo los populismos que
ponen en duda la democracia misma. Ese tipo de movimientos no eran nuevos.
Desde la década de los 70 del siglo XX proliferaron pero siempre eran una
minoría. Sin embargo, la crisis de 2008 demostró la incapacidad y la perversión
de la clase política. No era una cuestión ideológica. Tanto las derechas como
las izquierdas son cómplices porque han sido incapaces de anteponer los
intereses de la ciudadanía a otros. Los políticos trabajan para los políticos
y, mientras esto sucede, el pueblo sufre.
Por esa razón se van haciendo fuertes esos movimientos
populistas. En los primeros años tras la crisis fueron las extremas
izquierdas, en algunos casos conformadas por formaciones anticapitalistas.
Fracasaron estrepitosamente en el mismo momento en que llegaron al poder.
Grecia, España, Italia son los mejores ejemplos de ello. Decían que iban a acabar
con «la casta» y se convirtieron en casta en el mismo instante en que pisaron
las mullidas alfombras.
El pueblo, nuevamente, sintió la decepción de que esos partidos de extrema izquierda se dedicaban a aprobar medidas
ideológicas que no tenían una trasposición directa en el bienestar de los
ciudadanos. Además, llegaron a mostrar tics autoritarios y, sobre todo, una
carencia absoluta de conocimiento político. Buenas intenciones, malas
soluciones.
Esa es la razón por la que, sobre todo después de la pandemia, ese desencanto ciudadano se ha trasladado
hacia la extrema derecha y a colocar al sistema democrático
como el principal causante de sus problemas. La ira ya no va contra los
políticos, sino contra la misma democracia. Por eso ha ganado Donald Trump. Los análisis desde un punto de vista
ideológico son ineficaces. No se trata de eso, es un fenómeno mucho más
profundo y el principal culpable es la clase política que, con su indignidad,
su inoperancia, su falta de escrúpulos y su anteposición de los intereses
partidistas a los de los ciudadanos han matado a la democracia.
La victoria de Donald Trump es el reflejo de la sociedad actual. No hay más
que mezclar la cultura del reality show con
el populismo trufado de testosterona y con la desinformación, entonces obtienes
a un presidente electo absolutamente despreciable que es la antítesis de lo que
debiera ser una democracia liberal y cuyo único objetivo es la sustitución de
este sistema por una plutocracia que
oprimirá aún más a quienes se han creído la mentira del «antisistema». No hay más que ver a las personas que
mencionó en su discurso de victoria: al hombre más rico del mundo, Elon Musk, que tiene una fortuna estimada en más
de 250.000 millones de dólares obtenida principalmente de fondos públicos y de
no pagar los impuestos que le corresponden, y al senador Robert Kennedy Jr., un niño pijo de la costa Este que
ahora se ha metido en el papel de antivacunas.
En estas páginas se ha analizado repetidas veces sobre las causas del
ascenso de la extrema derecha mundial. Es importante entender que esta
tendencia global no es un tipo de política, sino una antipolítica. La extrema
derecha encarnada por Vladimir Putin en
Rusia, Victor Orban en Hungría, Nayib Bukele en El Salvador, Santiago Abascal y Alvise Pérez en
España, Marine Le Pen en Francia o Giorgia Meloni en Italia, por citar algunos, está
decidida a desmantelar la democracia. Desprecian las elecciones. Revisan,
tuercen o socavan el orden constitucional.
Pero, sobre todo, desprecian el compromiso cívico que se encuentra en el
corazón de las democracias prósperas. Reprimen a los disidentes, atacan a los
manifestantes y purgan sin piedad al «enemigo interno». Esto es lo que Donald
Trump ha prometido hacer esta vez, una política de exterminio similar
al que aplican las autocracias con las que tan bien se lleva el nuevo
presidente electo.
La campaña de Trump se basó, precisamente, en una retórica
antigubernamental, teorías conspirativas e
insinuaciones violentas para lograr dos cosas. Estas estrategias atrajeron a los
descontentos a las urnas y empujaron a otros a no votar: a renunciar por
completo a la política.
La rabia y la apatía son las dos modalidades de la política de las extremas
derechas. Los leales expresan su ira, los apáticos se van y los disidentes
siguen organizándose con la esperanza de evitar el escenario de la Rusia de
Vladimir Putin o en la Venezuela de Nicolás Maduro: una oposición entera en el
exilio o en la cárcel.
Ha habido países que han logrado frenar a los bárbaros con las herramientas de la democracia. Moldavia logró derrotar con éxito al candidato
antidemocrático, prorruso y apoyado por multimillonarios. Brasil se deshizo de Bolsonaro. Los franceses se
unieron para detener a Marine Le Pen en las urnas. Los españoles frenaron la
llegada de la extrema derecha al gobierno, aunque luego las decisiones
utilizadas por Pedro Sánchez fueran
contrarias a la propia Constitución que juró cumplir y defender. Es posible
parar a los bárbaros, pero para ello se necesita una catarsis absoluta de la
clase política, tanto conservadora como progresista porque, los Estados Unidos,
ricos, prósperos y arrogantes, no han logrado hacerlo.
La victoria sin paliativos de Trump ha provocado muchos señalamientos a
raíz de la pérdida de todo el poder en Washington. Fue la misoginia. Fue el
abandono del Partido Demócrata por parte de los hombres negros. Fue el voto de
los blancos pobres en contra de sus propios intereses económicos. Fue el
Colegio Electoral, el dinero de Elon Musk y la desinformación rusa. Fue la
decisión de Joe Biden de presentarse de nuevo a las elecciones y el fracaso de
Kamala Harris a la hora de explicar claramente sus posiciones.
Todo eso, por supuesto, pero también el fracaso del Partido Demócrata a la hora de comprender la ira
que recorría el cuerpo político. Los demócratas no supieron traducir los
avances económicos de los últimos cuatro años a un lenguaje que entendiera el
pueblo y, sobre todo, que ese crecimiento económico hubiera llegado a las
clases medias y trabajadoras. Dicho de otro modo, los avances ordinarios de un
proceso político ordinario no resultaron inspiradores porque el mundo se
encuentra en un momento pospolítico y los demócratas aún siguen jugando con las
reglas de la política anterior a la crisis de 2008.
Los políticos han olvidado un hecho que en otras épocas era fundamental. El
nivel de comprensión de la política es sorprendentemente bajo entre la
ciudadanía. En Estados Unidos, según informan a Diario16+ miembros del Partido
Demócrata, «no entendimos nada y no sería improbable que la
gente hubiera apoyado más a Bernie [por el senador Sanders, declarado
socialista] de lo que ha apoyado a Kamala porque
ese mensaje más populista era el que estaba deseando escuchar el pueblo».
Lo peor es que se están cumpliendo los parámetros que en 2004
escribió Philip Roth en su novela La conjura contra América. Es un libro escalofriante
que resuena tras la victoria de Trump.
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